Nada impide al Estado probar que su educación puede ser mejor que la privada
En medio de un discurso por la inauguración de un canal de riego dirigido a pequeños agricultores al norte de la capital, el
presidente Humala reflexionó sobre la educación superior en nuestro país: “Antes, los colegios públicos eran mejores que los privados. ¿Qué pasó? Se privatizó la educación, las universidades se volvieron negocio. Tantas universidades-empresas con esa ley se volvieron negocios y ahora tenemos más universidades que países europeos. La solución no solamente es [el número de] la[s] universidad[es] sino la calidad de la enseñanza”.
Hay tantos problemas en este desborde de elocuencia presidencial que es difícil saber por dónde empezar. Si antes de que se multiplicara la creación de centros educativos (colegios y universidades) con fines de lucro la educación pública era mejor que la privada, ¿por qué esto tendría que haber cambiado después de este ‘boom’? ¿Tiene sentido que uno diga que los galgos eran más rápidos que los conejos hasta que hubo más conejos que galgos? ¿Cómo se supone que el número de conejos disminuye la velocidad de los galgos? ¿Acomplejándolos?
Por otro lado, el presidente parece querer decir que mientras que los fines altruistas del sector público ayudan a la calidad de la educación, el afán de lucro la perjudica (“¿Qué pasó? Se privatizó la educación […] se volvieron negocio”). Asume, por lo visto, que cuando las personas no pueden buscar su propio lucro (como sucede en el Estado), se dedican a buscar el beneficio de aquellos a quienes sirven. Los hombres, sin embargo, no se vuelven altruistas por algún efecto mágico al ser contratados por el Estado: lo que suelen volverse es desmotivados, al menos ahí donde no hay sistemas meritocráticos. Y para muestra, los patéticos resultados que año tras año arroja nuestra educación pública en todas las evaluaciones.
Conversamente, el presidente aparenta entender que si alguien presta un servicio por lucro, no se preocupará de la calidad del mismo. Pero, justamente, la gracia de los negocios es que en ellos los intereses de los empresarios están amarrados a los de sus clientes (los consumidores), pues son su única fuente de ingresos. Al menos ahí donde hay competencia, el dueño de un negocio – educativo o no– necesita ofrecerle a sus clientes una mejor combinación de calidad-precio que los demás para ganar dinero. Con lo que el hecho de que un servicio dado sea también un negocio es una buena –y no una mala– noticia para el interés de los consumidores.
Se dirá que si lo anterior fuese cierto, no sería posible que existiesen tantos centros educativos privados malos. Eso supondría, sin embargo, pasar por alto dos datos básicos. Que la calidad es la otra cara del precio (los buenos profesores, la buena infraestructura, la mejor investigación: todos valen más que sus contrarios) y que no todo el mundo puede pagar los costos de la mejor calidad. Por eso las empresas (también las educativas) compiten por nichos de diferentes poderes adquisitivos, y el mérito de esta competencia está en que fuerza a los empresarios a ser creativos para dar al consumidor de su nicho lo mejor posible a cambio del precio que paga.
¿Quiere esto decir que los pobres están condenados a tener solo diferentes niveles de una mala educación? En absoluto. O al menos no si es que el Estado cumpliese su función y diese una buena educación gratuita. Al fin y al cabo, el nicho de mercado por el que compiten las malas escuelas y universidades lo crea el Estado con la pésima calidad –con pocas excepciones– de su oferta educativa. Si esto no fuese así, las personas no escogerían pagar por los malos centros educativos privados, pudiendo ir a los gratuitos estatales. No en vano en Lima y en Arequipa, como lo ha mostrado
León Trahtemberg, ya hay más alumnos inscritos en colegios privados que en los estatales.
Si el Estado cree que puede ofrecer mejor educacion que la privada, pues que lo demuestre en la cancha. De hecho, a todos nos convendría que eso se vuelva verdad: seríamos un país más justo. Pero la manera de lograrlo no es amarrando a los privados ni recortando su número, como el presidente parece pensar. Después de todo, “goles” son solo los que se meten cuando se tiene otro equipo al frente.
El Comercio 26 de enero 2013